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El Almendral (Cuento largo) - Ojalá se den el tiempo de leer.

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Mensaje  Vae Victis Lun Mar 23, 2009 1:30 am

Hubo sólo un momento en que Hugo Tausiet dudó. Dentro de la antigua boutique, que ya esos años comenzaba a cerrar, había dos pisos. El primero constaba únicamente de la frontal de ventas y la sección trasera donde estaba el dormitorio de los dueños. Arriba, descansaban las camas más antiguas de la ciudad, adornadas de trapos sucios y viejos que en más de treinta años nadie había tocado. Luego del fin de la escalera, recaía el pasillo acompañado de tres cuartos. El último dormitorio estaba al fondo, donde la pared se perdía en las sombras, y era el único lugar visitado en los últimos años. Hugo Tausiet caminaba en el pasillo del segundo piso, erguido completamente, como alentando las pasiones. Abajo había silencio, nadie lo acompañaba. A pesar de que no era una situación escalofriante, fue difícil lograr abrir la primera puerta. Desde pequeño que conocía la boutique, pero nunca la visitó. Antes de entrar recordó la plazoleta donde jugó sus años infantiles más bellos, previo a conocer el mundo. Recordó sus arrancadas en bicicleta por las calles principales de la ciudad, en tiempos en que la industria aún no había llegado al país. Aquellos eran su mejor recuerdo; el tiempo cuando conoció amigos que hasta el día de hoy nunca los olvidaría.
Nació en Francia, al igual que su familia entera, pero por razones que él jamás entendió tuvieron que marcharse. Tarde o temprano, los parajes lo establecerían a dos cuadras de la boutique, en el preciso lugar donde en algún tiempo se plantaron los girasoles más grandes que la nación haya visto. Sus padres lo acompañaron toda su vida. Lo criaron, le pagaron estudios fallidos, lo insertaron en el mundo laboral y lo terminaron dejando a la suerte cuando nada en él funcionó. Lo amaban, pero en algún momento se dieron cuenta que él debía hacer las cosas de la vida por su cuenta. En eso quedaron cuando de a poco fueron partiendo, primero el padre y luego la madre; ambos ya en su hora.

Con un pañuelo de seda en el hombro, por costumbre, Sofía Noguera se arrimó los vendajes del vestido negro, se impregnó el agua fresca olor rosas rojas y salió del hogar. Llevaba tacones altos para evadir su baja estatura y un arreglo en su castaño pelo crespo que caía por sus hombros. Dejó a su familia durmiendo en casa al momento en que llegaba a la fiesta de recepción del nuevo alcalde de la ciudad: Fernando Ulises Moya. Sabiendo que el hijo iba a estar presente, Sofía Noguera preparó también su pequeño frasquillo de jarabe para el aliento y se lo guardó disimuladamente en el sostén. La ceremonia había ya terminado y los jóvenes presentes con sigilo estaban ya en la pista de baile; bastó un movimiento y todos, junto a Sofía Noguera comenzaron a galantear.
Darío Moya, el hijo del alcalde, no tuvo que trabajar para cortejar a Sofía Noguera. Supo desde el primer momento en que llegó a la fiesta que ella era la muchacha más bella, más escultural y con el mejor vestido y maquillaje de la velada. Sabía también que era mucho mayor, pero no le importó. Quiso hablarle, pero Sofía Noguera estaba tan decidida que tomó primero la decisión y por detrás le tomó la mano. El tiempo voló aquella noche lujuriosa que luego iba a ser la base de una relación eterna.

Hugo Tausiet abrió la puerta del primer cuarto en el segundo piso de la boutique. Dentro, se respiraba todo el aire densamente comprimido, lleno de polvo y cajas arrumadas de quizás qué año. Las telarañas secas advertían que ni los insectos sobrevivieron al escarmiento del tiempo. La ventana no daba a la luz porque había sido tapada con tablas de madera, ya podridas, debido a las jugarretas de los niños que en el presente eran ya adultos consolidados. Había una cama, aún con su colchón ahora hediondo a humedad, y con los fierros de su esqueleto oxidados. En la esquina, un velador vacío en buenas condiciones y una silla. Hugo Tausiet caminó hacia la silla y se sentó, esperando a los segundos. Su espera no fue duradera, en efecto, la mano que esperaba cayó en su hombro. Atrás reposaba Iván Bertolucci, el cellista que conoció hace años en la universidad. Era pálido, de ojos café y pelo negro, alto y de manos largas. Llevaba un chaleco rojo y unos pantalones rayados. En su mano derecha sujetaba un pedazo de madera con el barniz corroído y las puntas gastadas.


— Un gusto volver a verte — susurró Iván Bertolucci — Ni te imaginas lo que he vivido estos años.
— Espero que te haya ido bien — Dijo Hugo Tausiet. Miró la mano del joven y habló sin perder la vista — ¿Qué ha sucedido?
— No lo sé — Respondió el hombre — Lo he perdido.

Ya con el paso de los años, los hijos, la presión, la rutina y el cansancio; Sofía Noguera hacía los deberes de la casa, con ánimos de sólo terminar. Sus hijos estaban en la escuela, su esposo, en el cotizado trabajo legal. Aún guardaba y recordaba su vestido negro, su jarabe para el aliento y sus tacones altos, los admiraba por lo menos una vez al mes mientras se enrizaba el cabello, lo único juvenil que le iba quedando. La ciudad, así como ella, había cambiado. Ya no podía ir al cine en el centro, el único que había, pues hoy sólo existían tiendas de buen vestir, y no era que no le gustaran, sino que tarde o temprano extrañaba sus antiguos placeres. Su esposo se mantenía ocupado en el trabajo, con poco tiempo para su familia. Se veían, todos los días, pero no era lo mismo, siempre priorizaron más el descanso que el contacto. Cuando él dormía, ella lo examinaba, buscando rastros de amor perecidos. Cuando ella dormía, él la observaba en busca de rasgos juveniles en su rostro y cuerpo, aparte del cabello.
Darío Moya regresó, como todos los días, a la hora en que sólo el sueño podría dominar los placeres. Su esposa lo esperaba en la cama, leyendo crónicas de hombres sin importancia y con un vaso de néctar natural que todos los días ella preparaba, con esperanzas de tomarlo junto a Darío Moya. El hombre se sentó a la orilla de la cama, en silencio, se desabrochó los zapatos y se acostó en camisa. Esperó paciente a que la mujer descansara la vista apoyada en el libro.

— Te preguntaría cómo estuvo el día — Dijo.
— ¿Pero? — Respondió ella, mirándolo a la cara.
— No es lo mismo si no me recibes con ánimos.
— Estoy cansada, lo siento — Bostezó Sofía Noguera — No pidas tanto. Los niños ya están durmiendo, la comida está hecha y tengo sueño.
— ¿Eso es todo? — Preguntó Darío Moya, desanimado.
— Es todo.
— Tengo algo que contarte.
— Dime — Sofía Noguera se dio vuelta, cerró los ojos y se olvidó del asunto. No era tiempo para escuchar cosas importantes. Darío Moya tomó un respiro y esperó que se su mujer durmiera. Pasaron unos minutos en silencio. De pronto, susurró:
— Nos cambiamos de casa.


Era triste: aquel trozo de madera que hace un año fue un hermoso arco de violoncello estaba despedazado. No tenía la trenza de crin ni el adorno tallado que estaba grabado en la punta inferior. Aun así, parecía estar bañado en pecantilla, como si Iván Bertolucci no se diera cuenta que su arco había muerto.

— Lo perdí, Hugo — Dijo el cellista.
— Debe estar en algún lado — Hugo Tausiet dio un vistazo alrededor, pero no había nada donde buscar. Resignadamente, volvió los ojos al palo de madera — Seguramente no en esta casa.
— Búscalo por mí — Imploró, tímidamente — Te lo ruego.
— Lo siento — Dijo Hugo Tausiet — No me corresponde.

Parecía que de repente un haz de luz radiaba por pequeñas perforaciones en las tablas de la ventana: la tarde estaba cayendo. Hugo Tausiet se levantó de la silla y caminó hacia la puerta con pasos cortos. Se detuvo dos segundos con la cabeza gacha y la mano en el pomo. Esperó una señal de ayuda de Iván Bertolucci que nunca llegó, entonces abrió la puerta y dio la vuelta. Ahí estaba aún el tímido joven cellista, con su cachemira roja y sus pantalones negros con rayas blancas. Casi por primera vez lo miró a la cara; le sorprendió su palidez y su aspecto de susto crónico. Era como un enfermo andante, sacudido por las mañanas y las tardes de unos días sin sentido. Le sonrío por cortesía.

— Por favor entiende — Le dijo — es tu deber encontrarlo.

Por razones de nerviosismo, comenzó a mover lentamente la puerta, hacia dentro y hacia fuera, como intentando hacer reaccionar a Iván Bertolucci. El instinto no funcionó, había que intentar algo más evidente. De todos modos, Iván Bertolucci caminó lentamente, mirándose los pies, hacia Hugo Tausiet. En su andar se notaban los problemas en los huesos desgastados, los músculos agotados y los nervios consumidos. Era una imagen de profunda tristeza sin razón, pero que se transmitía de ser en ser. Al llegar donde Hugo Tausiet, el cellista miró de frente a su amigo y le sonrío, siguió caminando y salió del cuarto. Le tomó un par de segundos dar la vuelta para continuar la marcha, mientras susurraba oraciones incomprensibles.
Hugo Tausiet lo detuvo con un pequeño grito que sólo retumbó en las paredes cercanas.

— ¡Iván! — El joven se detuvo sin mirarlo — ¿Qué es la música para ti? — Iván Bertolucci reanudó su pasó, sin mirarlo, pero aún con la sonrisa marcada — Es mi vida — Susurró.

Ya habían volado tres años desde la mudanza de Sofía Noguera y Darío Moya a la nueva casa. Era una casa antigua, con una fachada destruida, pero que con un poco de esfuerzo iban a reestablecerla por completo. Quedaba justo en la esquina de Aquino y El Almendral, siendo esta última la avenida principal de la urbe. Un poco más allá estaban las casitas que habían acompañado en antigüedad al desarrollo de los edificios modernos, los centros clínicos, los parques de diversiones, los centros de llamados y los grandes supermercados. Todo un desarrollo que la nueva estructura, donde vivía Sofía Noguera, había visto. También quedaban cerca las farmacias y las pequeñas verdulerías que sobrevivieron al sistema gracias a los altos precios en los supermercados. No corrieron la misma suerte las carnicerías, pero nadie las extrañó, pues no había nada mejor que el vacuno y el cerdo extranjero. La ciudad ya era grande, y por esa misma lógica, se firmó un acuerdo político en que quedaba prohibida la destrucción de las construcciones más antiguas, por respeto a la historia y las tradiciones. El acuerdo político fue firmado por Fernando Ulises Moya en sus últimos meses de trabajo, cuando ya su mente comenzaba a flaquear. No fue un acuerdo con intenciones personales, como muchos creyeron, pues el alcalde en ningún momento supo de las intenciones de mudanza del hijo; ni tampoco los por qué.
Darío Moya estuvo toda la tarde encargado del aseo de la casa, dándole un privilegio a su mujer, mientras ella se dedicaba únicamente a la cocina, tarea que ni aunque quisiera el hombre hubiese podido hacer. Los niños ya estaban más grandes y tenían futuros planeados. Tanto Sofía como Darío sabían y asumían que les quedaba poco tiempo con ellos en casa, que luego se irían a vivir su propia felicidad y desdicha, cada uno por su lado. Era aquella la triste verdad.
Darío Moya no estaba cansado, hacer el aseo una vez al año no le era trabajo alguno comparado con la oficina. Pero en un intento por satisfacer a su mujer comenzó a sacar cuentas y aprovecharse de las facultades de una buena vida como futuro político y además como abogado destacado.

— ¿Sabes? — Dejó la virutilla y fue a la cocina donde estaba su señora, ya lavando los platos, después del contundente almuerzo — Contrataré sirvientes para que hagan el aseo. La casa es grande y tú no tienes por qué sacrificarte por lugares que ni siquiera usamos.
— Haz lo que desees — Respondió Sofía Noguera al momento en que cortó el agua del lavaplatos — Pero no me voy a quedar todos los días holgazaneando.
— Bueno, veré mis contactos, en unos días tendré un trabajo para ti.
— Quiero uno en casa, no pretendo trabajar afuera para nadie.
— Pues en ese caso, en casa lo tendrás.
Años después, todos los sirvientes renunciarían a sus labores por la mala relación con Sofía Noguera y sus hijos.


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Mensaje  Vae Victis Lun Mar 23, 2009 1:31 am

Hugo Tausiet miró hacia ambos lados en cuanto fue al pasillo, pero estaba solo de nuevo. Salió del primer dormitorio y se dirigió al segundo. Antes de entrar se cercioró que el primer cuarto estaba completamente cerrado; bastó entonces un suspiro lento y delicado y se dirigió a su próxima parada.
Era siempre un placer inspeccionar, como si fuese un detective, los lugares más lóbregos de la ciudad; esos que ya en pocos lados iban quedando. En su misma infancia conoció muchos, la mayoría a la vuelta de la esquina, todos ellos prohibidos por sus padres. Estaba el hotel quemado justo a dos cuadras de su casa, cuyos restos quedaron por años en el mismo lugar, con sus ventanas tapadas con cartones. Se decía que en el día se escondían de la sociedad los vagabundos, pero en la noche no tenían más remedio que buscar puentes o plazas para dormir, pues los espíritus no los dejaban respirar dentro. Un poco más allá, llegando al mar, estaba el antiguo teatro, el primero de la región. Estructura que, para el último terremoto, cayó estrepitosamente, y que luego las autoridades decidieron no volver a reparar, ya que su base estaba lo suficientemente endeble como para caer de nuevo. Díjose de ahí, por un largo tiempo, que penaba el espíritu de Rubén Olmos Leiva, el fundador de la primera escuela de arte, pintor y además músico por excelencia; interpretador eximio del clarinete. Su legado fue inmenso para la ciudad y el país, y cuentan los pocos que lo conocieron, que solía ver las obras dramáticas en aquel lugar, para luego quedarse unas horas en la entrada del teatro, comiendo las moras que crecían allí. Esas plantaciones aún crecen en la fachada, y es en las noches cuando se ven más tétricas, moviéndose con el viento como si Rubén Olmos las estuviera arrancando de las raíces. Como en cualquier ciudad, las leyendas urbanas fueron siempre de carácter ectoplásmico y místico, por un lado creadas para asustar, y por otro para recordar de manera didáctica a los grandes próceres que dieron cuna a la urbe.
Hugo Tausiet observó detalladamente la segunda pieza, que constaba principalmente de una ventana que daba al exterior. Esta vez, no estaba bloqueada con maderas viejas y se veía la calle El Almendral desde la puerta. A pesar de que el dormitorio estaba tan sucio y polvoriento como el primero, no había cajas y la única cama estaba sin su colchón original, llena de virutas de madera y esperma de vela de los tiempos de la última crisis energética en los años treinta. El dormitorio era diferente al resto, su techo caía diagonalmente y era soportado por dos pilares de concreto en perfecto estado, uno a dos pasos de la ventana, y otro a dos pasos de la puerta. Hugo Tausiet mantuvo su ritmo cardiaco y respiratorio unos segundos, sin perder la vista a la ventana en frente suyo. Recordó inminentemente que la tarde estaba cayendo y debía apurarse. Dio un paso fuerte que vibró un poco más allá, como si hubiese sido un estupor respondiendo. Se le asomó entonces un aire de comprensión, abrió la boca lentamente, con el aire guardado en sus amplios pulmones serenos y dijo:

— Puedes salir.

Del pilar que estaba cerca de la ventana se descubrió un hombre de bastante edad, erguido y bastante delgado como para haber sido ocultado detrás del concreto. Era completamente calvo en el cráneo y aún le restaban canas en la nuca y las sienes. Llevaba una camisa blanca, un tanto sucia pero perfectamente planchada y un pantalón de traje negro. Sus zapatos parecían increíblemente unos sobrevivientes del ambiente, estaban en perfecto estado, recién lustrados y brillaban en contraste con el desdeñado suelo. El hombre tenía la cara caída por la edad, pero parecía no costarle hablar.

— Ochenta y siete años de edad, señor — Dijo con claridad en su vozarrón — Aquí estoy todavía, en perfecta condición.

Hugo Tausiet lo miró con extrañes y se acercó a él. El anciano lo sintió con tranquilidad y se dejó llevar a la proximidad. Más tarde le diría que en sus ojos vio la honestidad y la dulzura, un tipo de mirada que ya en estos años no quedaban. Le dijo también que su propio nombre era envidiable, pero que no valía la pena decirlo; que el anonimato era el perfecto camino a la serenidad y la dignidad, mientras la fama sólo llevaba a la estorbo.

— El talento abunda en aquellos que nunca fueron famosos — Dijo.

Sentado ya en el borde de la cama, junto al anciano, Hugo Tausiet intentó conversar con un poco más de profundidad. No era que no lo hayan estado haciendo, el hombre a su lado era un perfecto analizador de la sociedad, un hombre de gentileza y sabiduría, pero Hugo Tausiet pensaba llegar a otro punto. Se paró de pronto, dando dos pasos cortos hacia la puerta. No era aquél un movimiento del agrado del viejo, quien se levantó sin ningún esfuerzo, le tomó el hombro por detrás y lo dio vuelta a la fuerza.

— Mala educación es darme la espalda.
— Lo estoy ayudando a buscar — Respondió Hugo Tausiet al instante. Desvió su mirada hacia arriba, hacia el cráneo — ¿Qué le pasó ahí?
— Cuando vives una vida de preocupaciones, hijo — Contestó seriamente el viejo, como dando lecciones de vida — Suelen ocurrir percances mínimos en prioridad, pero máximos en importancia.

En efecto, en su última visita había perdido su boina azul, aquella que se compró en la feria de sombreros que se hacía en la ciudad hace media década, la misma feria que hoy se había internacionalizado fuera del país bajo el nombre de la internacional feria de sombreros de Córdoba, muy cotizada en la actualidad. Hugo Tausiet lo miró con entusiasmo mientras el viejo le hablaba de sus últimos años antes de entrar a la calvicie. Le dijo que el problema no era el cabello perdido, sino el estatus extraviado por haber entrado en la edad de la renovación. Así, lo invitó cordialmente a que volviera en la noche a tomar un té y poder intercambiar ideas acerca de la filosofía senil.

— Señor, no es sano que siga buscando aquí. — Dijo Hugo Tausiet de pronto — Sólo encontrará antigüedad, aquella que quiere usted borrar con su boina.
— Puedes tener razón, hijo — Respondió el abuelo — ¿Pero dónde podría yo buscar?
— No es sano tampoco retener emociones sobre objetos — señaló Hugo Tausiet — Lo mejor es olvidar su boina, retirarse y buscar una nueva. Si quiere lo acompaño.
— Me cuesta dejar esta sala, hijo — Dijo el viejo — Creo que entonces yo debería acompañarte a ti.

Ambos fueron hacia la puerta, salieron y miraron el pasillo deshabitado, un poco más allá estaba la escalera hacia la salida. Hugo Tausiet comenzó a caminar lentamente, con el corazón latiendo fuerte, tragó saliva con represión en su garganta y le preguntó al anciano:

— ¿Por qué una boina debería ser tan importante para una persona?
— Es la vida, hijo — Respondió el anciano luego de un tiempo — Lo único que se necesita para vivirla, es dignidad.


Sofía Noguera perdió la custodia de sus hijos en cuanto la niña se casó con un hombre siete años mayor, nieto de un reconocido empresario nacional; y el niño continuó sus estudios de música en el extranjero. Para ese tiempo, se había perdido toda la esencia del amor. Distinto era antes, pues el tedio y la rutina de un matrimonio pudieron ser rehabilitados con el amor a los hijos en el día a día, como un eterno agradecimiento conyugal. Ahora todo había cambiado, la vida en pareja en el límite entre la adultez y la senectud se volvía mustia desesperanza y, por otra parte, miedo a la muerte.
Habían pasado ya años desde que Darío Moya se volvió alcalde de la ciudad, elegido por unanimidad por el pueblo gracias a la noble gestión de su padre, tiempo atrás. Años también pasaron desde que él instaló para su señora la boutique más elegante y galardonada de la ciudad, en el mismo primer piso de la casa en que vivían. El principal problema, dejado en manos de su señora por Darío Moya, fue el nombre de la boutique. Esta situación condujo a Sofía Noguera a dolores de cabezas y enredos mentales por al menos un mes, pues sus recuerdos de infancia se entremezclaban para prevalecer el uno sobre el otro y tener un lugar especial como nombre artístico del local. Pensó primero en su apellido, como reconocimiento de orgullo a su familia, pero Boutique Noguera no fue bien mirado por las opiniones ajenas, le faltaba arte y esencia; además de ser un nombre muy egoísta. No fue hasta que su hija la visitó desde la capital, donde estaba viviendo, trayendo variados frutos secos que por estos lados no se veían mucho, que el nombre perfecto recayó en la conciencia de Sofía Noguera. Aun con lo fanática que era por las nueces, el ver almendras en la mesa fue lo que le produjo un fulgor repentino. Se paró, disculpándose con su hija y su marido, y salió a la calle, en el momento en que Darío Moya regresaba del trabajo. El alcalde no tuvo posibilidad de preguntar qué era lo que ocurría, pues salieron también su hija y su yerno y se encontraron de frente, tapándose el camino.
Al minuto volvió Sofía Noguera, con una pícara risita en sus labios. Había estado en la esquina. Ignoró todo el interrogatorio de su familia y volvió a sentarse en la mesita. Tomó dos almendras mientras su hija se sentaba al frente con preocupación, su yerno le pedía explicaciones con timidez y su esposo la regañaba con disimulo. Se comió una de las almendras y miró con una sonrisa gigante a su familia:

— Boutique El Almendral – Dijo, sin dejar de sonreír.

Hugo Tausiet bajó. La puerta frontal estaba abierta, caminó lentamente hacia ella, detenido por un fuerte viento que entró repentinamente. Afuera aún quedaba luz, pero ya el sol comenzaba a despedirse de la ciudad, preparándose para una bienvenida a la mañana siguiente. Sofía Noguera entró, con su vestido negro, el mismo de su juventud que, en sus delirios, había mandado a arreglar. Sus ojos irritados no contuvieron las lágrimas, pero ella sí contuvo la pena por un tiempo. En sus manos sostenía una carta recién depositada en su buzón. Sofía Noguera miró a los ojos directos de Hugo Tausiet. Se acercó un poco más para evitar tener que hablar fuerte y quebrar así su voz:

— Es de mi hijo — Le dijo mostrándole la carta — Él aún no sabe nada.

Hugo Tausiet le acarició la mejilla con ternura, sintiendo con amargura sus delicadas líneas rugosas de anciana triste. Le sonrío entonces, para denotarle tranquilidad.

— No se preocupe — Dijo — Ambos se han ido.
— Gracias — Respondió Sofía Noguera — No sabe cuánto me ha ayudado — Una lágrima cayó de su ojo derecho. Sofía Noguera dio la vuelta para evitar la vergüenza — Ahora, por favor, váyase.

Hugo Tausiet, con una mueca de comprensión, salió de la casa con amargura. Bastaron sólo tres pasos afuera para que Sofía Noguera lo detuviera. Hugo Tausiet frenó su andar y dio la vuelta; la volvió a mirar a la cara.

— ¿Usted lo vio? — Preguntó Sofía Noguera.
— Sí, lo vi. — Respondió Hugo Tausiet — No se preocupe, él está bien. Es un hombre digno.

Dio entonces la vuelta y se fue rápidamente, intentando no tener que volver a ver la cara angustiada de esa pobre señora viuda, con hijos lejanos y una casa cargada de recuerdos a sus espaldas. Sofía Noguera abrió la carta rápidamente, entre lágrimas, y leyó cada palabra dos veces: Iré a visitarte la próxima semana, espero que Iván, papá y tú estén bien.
Sofía Noguera soltó la carta junto con su llanto. Recordó el momento en que Iván Bertolucci, el amigo de universidad de su hijo, llegó a vivir con ella, pues se había quedado sin hogar. La carta cayó seca en el suelo y la mujer la recogió al instante, para luego dejarla en el estante de recepción, justo al lado de la boina azul de su difunto esposo. Dio la vuelta y cerró de golpe la puerta, prometiéndose no volver a abrirla jamás.


Última edición por Vae Victis el Miér Mar 25, 2009 12:27 am, editado 3 veces
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El Almendral (Cuento largo) - Ojalá se den el tiempo de leer. Empty Re: El Almendral (Cuento largo) - Ojalá se den el tiempo de leer.

Mensaje  Angelcoma Mar Mar 24, 2009 10:35 pm

no me gustó porqué no lo entendí Sad

mañana lo vuelvo a leer a ver si entra.
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